Se ha discutido mucho acerca
de en qué consistió y quién constituyó el llamado «gnosticismo», religión o
conjunto de religiones que ha sido interpretado a veces como una mera helenización
aguda del cristianismo o como categoría arbitraria mediante la que la
heresiología patrística redujo a la unidad todas las desviaciones doctrinales
basadas en una misma impugnación: la de la idea de que Dios hubiera podido ser
el creador de un mundo ignorante e imperfecto.
En ese contexto de los
debates sobre la naturaleza del gnosticismo, la figura de Hans Jonas
(1903-1993) debe ser destacada. Es a él a quién le corresponde la principal
defensa de una unidad subyacente de todos los sincretismos helenístico-orientalizantes
que recorren los primeros siglos de nuestra era, e incluso antes, una «esencia
gnóstica», una unidad o principio inteligible que trasciende la diversidad de
sus expresiones sectarias: valentinianos, ofitas, barbelognósticos, priscilianistas,
cuquenos, audianos, bardesianitas, marcionitas..., además de corrientes afines,
como el maniqueísmo o el mandeísmo. También hay una apuesta de Jonas por
determinar una fuente común en el gnosticismo, un origen que se remontaría a la
orientalización del helenismo o, si se prefiere, a la helenización de cierto
pensamiento oriental, fruto de la profunda huella dejada en Asia por Alejandro
Magno y gran paso adelante por el camino de la abstracción conceptual y el
universalismo, un primer cosmopolitismo en el campo de las discusiones
racionales en torno a la relación entre lo humano y las leyes que rigen el
universo.
Es a partir de ese mestizaje
entre el racionalismo helenístico y las cosmologías escatológicas iranias y
minoasiáticas, que vemos surgir un conjunto de tendencias que comparten el
dualismo anticósmico, la ansiedad salvacionista y una radicalización del
concepto de Dios como realidad trascendente e incognoscible, salvo por un
principio presente en el ser humano –el pneuma– a través del cual éste puede
aspirar a un cierto conocimiento o gnosis de lo divino. Durante mucho tiempo
las únicas fuentes disponibles sobre el gnosticismo fueron las diatribas en
contra de Ireneo, Clemente, Tertuliano, Orígenes, Epifanio, incluso de
neoplatónicos paganos como Plotino... A estos materiales –todavía el único
acceso a especulaciones gnósticas como las de Simón Mago– Hans Jones le suma
otros nuevos, desconocidos o desconsiderados hasta hace poco: los códices
coptos encontrados desde 1930 en Egipto, sobre todo el tesoro de Nag Hammadi;
los textos escritos en turco, persa o chino desenterrados en el Turquestán,
entre ellos los fundamentalesFragmentos de Turfan; el Poimandrés –el corpus de
textos griegos de Hermes Trismegisto–, así como otros ejemplos de literatura
mágica y alquímica; documentos relativos a religiones mistéricas romanas como
el mitraísmo o el culto a Atis; algunos de los Apócrifos, como los Hechos de
Tomás –en especial el «Himno de la Perla»– o las Odas de Salomón; la aportación
filoherética de un paleocristiano como Marción; etc.
La religión gnóstica
responde a la voluntad de Hans Jonas por acercar a un público culto una larga
labor de investigación erudita, iniciada en los años treinta en Alemania, de la
mano de Rudolf Bultmann, y continuada luego en Estados Unidos. El grueso de la
obra recorre el universo mítico, poético y teológico del gnosticismo: una
Sabiduría –Sofía– enloquecida, vagando por la oscuridad que ella misma ha
generado; el Demiurgo impostor que, creyéndose y siendo creído como Dios,
impone su despotismo sobre el mundo inferior; el Alma, incapaz de escapar de su
prisión mundana, sometida a la férrea vigilancia de los arcontes: Iaó, Sabaot,
Adonai, Elohim, El-shaddai; un Salvador salvado; un Ser Supremo que se oculta
en su propio Pleroma o Totalidad... Una inmensa aventura que no es otra que la
de la luz intentando emerger en un universo sombrío.
A pesar de lo dicho hasta
aquí, sería un error tomar este libro como una simple aproximación erudita al
gnosticismo. Eso implicaría no reconocer quién es Hans Jonas: además de un
reputado orientalista, uno de los discípulos más interesantes de Heiddeger –su
otro maestro, junto a Bultmann–, un dato que, por cierto, no se menciona en
absoluto en la presente edición de Siruela. Es partiendo de una formación
intelectual compartida que Jonas y su amiga Hannah Arendt formulan una teoría
de base weberiana sobre la responsabilidad en la sociedad contemporánea.
Esta advertencia sobre las
preocupaciones de Hans Jonas acerca de las implicaciones éticas de la acción
humana –en especial en campos como la ciencia y la tecnología– resulta
indispensable para valorar el epílogo de La religión gnóstica, consagrado a
mostrar las conexiones entre el rechazo gnóstico del cosmos y dos críticas
contemporáneas de la realidad con las que el autor tuvo una íntima relación: la
nihilista y la existencialista. En este último sentido, este libro es también
una contribución a mostrar el gnosticismo no como un curioso testimonio de la
Antigüedad, sino como el arranque de una denuncia muchas veces subterránea,
persistente ya desde hace más de dos mil años en Occidente, contra la irrevocable
malignidad de lo sensible.
Lo que caracterizó el
espíritu del movimiento gnóstico fue una conciencia radical de extrañamiento,
una sensación de hallarse en la Tierra fuera de lugar; algo que tiene mucho en
común con la idea central del existencialismo, por la cual el hombre se halla
arrojado a un mundo que le es indiferente. En realidad, la creencia básica de
los gnósticos es más siniestra. No es que el mundo sea indiferente al ser
humano, sino que le es hostil. A partir del siglo I a. C. se extiende en el
ámbito cultural helenístico un clima espiritual radicalmente opuesto a la
tradicional confianza griega en el orden del cosmos. Introduciendo elementos de
las religiones orientales y mezclándolos, quizá, con cierto substrato
platónico, se afianza el convencimiento de vivir en un mundo creado por un Dios
perverso, que busca nuestra perdición. Éste sería el Dios creador del que habla
el relato del Génesis: una divinidad menor, tiránica, que esclaviza a la
humanidad con un cúmulo de normas estrictas y sin sentido.
Frente a este Dios perverso,
que nos encierra en la materia (o, mejor, sobre él), se encuentra el verdadero
Dios: el "Dios Extraño", al cual no podemos conocer. De Él emanan, en
una complicada sucesión de hipóstasis, infinidad de Dioses menores, de entre los
cuales el Creador de la Tierra es el último. Así, la distancia que nos separa
del verdadero Dios es casi infinita, y está guardada por celosos arcontes que
obstaculizan el paso. Sólo el creyente puede adquirir el conocimiento (la
gnosis) necesario para andar este camino.
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