En este breve y contundente
texto el destacado filólogo alemán Walter F. Otto hace un rescate de la
religión griega, vista no como consecuencia de una "ilusión
primitiva" o de la irracionalidad del hombre, no como resultado del terror
o la fascinación ante el mysterium del mundo, mucho menos como producto del
"inconsciente colectivo", sino más bien como auténtica revelación de
lo Divino.
Para los antiguos griegos el
mundo sólo puede entenderse como teofanía, es decir, como una manifestación
constante y absoluta de los dioses en todos los aspectos de la vida: en ello
radica el espíritu de la religión griega. Los poemas de Homero son el mejor
ejemplo de que detrás de todo acto, de todo fenómeno y, en suma, de toda forma
hay siempre un dios, una potencia que hace que todo sea como es. Los dioses
griegos no son, pues, personificaciones de los fenómenos de la naturaleza, ni
de un ideal de perfección humana, sino que son "lo Divino con rostro
humano". Lo Divino, entendido como principio generador del mundo, decide
cobrar forma en los dioses y, a través de éstos, se revela en el mundo. El
actuar de los dioses se narra, a su vez, en el mito, el cual cobra vida una y
otra vez a través del rito. Y sólo gracias a la articulación de ambos, a la
constante repetición ritual de los gestos míticos, pueden los hombres ascender
hacia los dioses y hacer que éstos desciendan hacia ellos, como ocurría en el
inigualable universo griego.
"Los dioses muestran a
quien les mire la cara la riqueza infinita del Ser", nos dice Otto. Y es
que esta apertura del hombre hacia lo Divino –su disposición a mirar el rostro
de los dioses y escuchar su voz– es lo que verdaderamente importa recuperar de
la religión griega, en una modernidad que ha cerrado los ojos ante el Cosmos y
que sólo se escucha a sí misma.
En la potencia espiritual
del paganismo heleno la civilización occidental puede ver claramente la esencia
de aquél mundo griego al que tanto tributo todavía rendimos.
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