¡HEMOS VUELTO!
1. ¿Por qué un libro como éste?
El libro sobre “el
mito indoeuropeo” pudiera parecer un estudio monográfico especializado, y
hubiera podido llegar a serlo, si además de las perseguidas dosis de
objetividad e imparcialidad que intentan presidirlo desde el principio hasta el
final, el autor, en lugar de haberse resistido al productivo mercantilismo
publicitario que usa y abusa de la ahistoricidad, el sensacionalismo y la
morbosidad para sus propios fines comerciales y propagandísticos, no se hubiera
dejado embriagar por la exhaustividad propia de un novel investigador.
Entonces, resulta que este trabajo no es una monografía, sino toda una
enciclopedia, reunida en un solo volumen para mayor gloria de los tratadistas.
Y es así porque el autor no se ha sometido a la limitación de los tradicionales
enfoques unidimensionales, antes al contrario, ha optado por una tratamiento
multidisciplinar. El propio título de esta breve nota introductoria nos informa
de un tránsito incómodo y forzado del conocido aforismo indoeuropeo, acuñado
con fines culturales, «urvolk, urheimat,
ursprache» (un pueblo, una patria, una lengua), al temible e imperial «herrenvolk» alemán (pueblo señorial), lo
que ya hace prever un interesante cóctel de disciplinas como la historia, la
geografía, la antropología, la arqueología, la filosofía, la geopolítica, la
biología y la filología, uniformadas todas ellas bajo el prisma de una
racionalidad que, no obstante, procura dejar espacio a otras ciencias
auxiliares como la mitología, la simbología y la ariosofía, sin por ello
quebrantar el rigor intelectual exigido en un proyecto tan ambicioso como
inexplorado.
El “problema
indoeuropeo” fue realmente una cuestión de identidad estrictamente europeo.
Cuando todavía se creía que la luz civilizadora vino de Oriente, aparecieron
los “arios” como pueblo originario y primigenio (ariervolk), cuyas posteriores migraciones hacia Occidente habrían
colonizado toda Europa. Conforme iba desprestigiándose la creencia en un
exótico origen asiático y se abrían paso las más realistas teorías
eurocéntricas, en Alemania, poseída por una casi divina predestinación de su
misión universal para salvar a la humanidad, se adoptó el nombre de
“indogermanos”, uniendo las dos ramificaciones extremas de aquel pueblo
misterioso (indoiranios al este, germanos al oeste) que, posteriormente,
fundamentándose en las descripciones físicas que los autores clásicos hacían de
sus individuos (altos, fuertes, rubios y de ojos azules), confirmadas por las
pruebas arqueológicas y antropológicas halladas en Escandinavia, Alemania
septentrional y el Báltico, entonces los nazis acuñaron la denominación
exclusiva de “nórdicos” …, aprovechando que el Rin pasa por la Germania , como hubiera
escrito un Tácito latino ofuscado por la decadencia de los romanos frente a la
vitalidad de los bárbaros germanos.
De esta forma, el
“mito ario” no fue una invención alemana, sino fruto de la manipulación
cultural europea de un problema etnolingüístico para justificar la conquista,
el dominio y la explotación de los pueblos asiáticos, africanos y americanos. Y
de ahí también que el libro nos recuerde que estamos irremediablemente ante un
auténtico “mito europeo”, que comenzó frágilmente su andadura de la mano del
darwinismo social para legitimar, entre las clases políticas e intelectuales,
el supremacismo blanco cómplice del colonialismo depredador y de las
discriminatorias políticas inmigratorias, que hacían del europeo, especialmente
de los nórdicos, el “prometeo de la humanidad” (por emplear la conocida
expresión hitleriana) frente a los “esclavos de una subhumanidad” luciferina
desposeída de la divina evolución. Con todo, el “arianismo” tuvo en sus
orígenes unas connotaciones románticas que pretendían enviar un mensaje
moralizante sobre la decadencia de la cultura occidental en comparación con el
estado puro y virginal de una civilización aria anterior a la historia, pero no
prehistórica, sino parahistórica. El germanismo más radical, sin embargo, se
apropió del origen ario para proclamar y reivindicar sus derechos al dominio mundial,
convirtiendo al pueblo originario, mediante una transmutación biogenética, en
la raza nórdica de señores y conquistadores, seleccionados naturalmente para el
“arte de gobernar y hacer la guerra”.
Pero realmente,
¿existió un nexo intrahistórico e ideológico común entre Darwin, Schlegel,
Gobineau, Chamberlain, Wagner y Hitler? La respuesta debería ser rotundamente
negativa. No obstante, la forma en que Hitler –que se consideraba a sí mismo
como heredero de la refinada cultura europea de tradición grecorromana frente a
la rudeza de las costumbres nórdico-germanas- supo vulgarizar, sintetizándolas,
popularizar, ideologizándolas, y finalmente, explotar las constantes vitales de
la “arianidad” en aras de sus objetivos “bio-geo-políticos” de expansión territorial,
colonización racial y dominación mundial, podría hacernos pensar en la
tangibilidad de ese inexorable conductor al que llamamos destino. Algo en lo
que no cree el autor, aunque la historia, en ocasiones, esté condenada a
repetirse.
2. Resumen del argumento del libro.
Desde la más remota
antigüedad, el origen nórdico ha fascinado a la mayoría de los pueblos de
estirpe indoeuropea, que han señalado o usurpado el Norte como patria ancestral
en su imaginario étnico colectivo. De hecho, la etnografía clásica señalaba la
Isla de Skandia, por referencia a un lugar indeterminado entre Escandinavia y
el mar Báltico, como “matriz engendradora de pueblos”. Y los germanos no fueron
una excepción. Es más, las distintas formaciones étnicas surgidas, con cierta
simultaneidad, como reacción ante el derrumbamiento del Imperio Romano, como
los godos, los suevos, los vándalos, los francos, los alamanes, los anglos, los
sajones, los burgundios o los longobardos, así como, posteriormente, los
escandinavos –daneses, suecos, noruegos-, compitieron entre ellos para
demostrar su primacía, su pureza racial, haciendo remontar sus linajes a largos
árboles genealógicos que se perdían en la tradición escandinava de las leyendas
nórdicas. Precisamente, este orgullo genético del origen nórdico constituyó la
base fundamental para la formación de unidades etnopolíticas en torno a las
élites germánicas que tomaron el relevo civilizador de Roma, imbricándose por
todos los rincones del Viejo Continente y provocando el nacimiento del estamento
real y nobiliario que regiría los destinos de Europa durante la Edad Media como una
auténtica “aristocracia de sangre”.
Se trata de pueblos de
origen nórdico, cuya patria originaria se situaría en la región europea
comprendida por Alemania septentrional, Escandinavia y los Países Bálticos. Su
constitución física no deja lugar a dudas: altos, fuertes, rubios y de ojos
azules, el clásico patrón nórdico. Por esta condición no se han mezclado con
otros pueblos, o lo han hecho con grupos de la misma familia genética –celtas,
eslavos, baltos, itálicos-, conservando la pureza de su raza, incluso cuando
entran en contacto bélico o colonizador con otras civilizaciones en busca del
espacio vital necesario para asegurar su supervivencia racial. Por último, el
racismo innato a los pueblos nórdicos –que a lo largo de la historia será
especialmente virulento con los pueblos de color- les lleva a defender su
integridad biológica, incluso recurriendo a la violencia y a la guerra, único
oficio honorable para una “raza aria de señores y conquistadores”.
Los “mitos de la
sangre y el suelo”, de una raza nórdica heredera de la primigenia raza aria,
cuya patria originaria se situaba precisamente en el solar ancestral de los
germanos, en algún lugar al Norte de Europa, así como la necesidad de conseguir
tierras suficientes que asegurasen un espacio vital (lebensraum) para la
conservación, desarrollo y predominio de aquella raza nórdica sobre otros
pueblos euroasiáticos, especialmente a costa de los eslavos, constituyen los
dos axiomas fundamentales de la ideología racial nacionalsocialista: raza y
espacio.
Sus manifestaciones
más conocidas, la judeofobia (o antijudaísmo) -que señalaba al judío como la
antítesis racial y espiritual del superhombre nórdico- y la declaración de guerra
al bolchevismo, supuestamente dirigido por una élite hebrea conspiradora y
ejecutado por los infrahumanos pueblos, provocaron el desencadenamiento de la
II Guerra Mundial: una lucha sin cuartel y sin precedentes de conquista y
aniquilación en el Este de Europa, agravada por los desplazamientos masivos de
pueblos eslavos, las deportaciones a los campos de concentración, la
aniquilación física de las minorías étnicas de origen extraeuropeo –judíos,
gitanos- y, finalmente, la colonización y explotación de los recursos
territoriales ganados por la fuerza, mediante el asentamiento de “guerreros y
campesinos” alemanes bajo unos duros criterios selectivos de “nordización”.
Pero detrás de este simplismo, como decimos, subyacía una auténtica ideología
racial que pretendía aplicar a los hombres las mismas leyes de selección y
supervivencia que rigen la Naturaleza. Y para ello, se adoptaron una serie de
medidas enmarcadas en una política biológica global y totalitaria, que iban
desde la eugenesia activa a la reproducción selectiva, de la eliminación de los
elementos raciales y sociales indeseables a la formación de una élite racial
aristocrática encarnada en la
Orden de las SS.
El mito ario no es,
sin embargo, una invención de Hitler y del Nacionalsocialismo, sino fruto de la
manipulación ideológica sobre un problema real de la arqueología y la
lingüística en relación con la existencia de las lenguas y pueblos conocidos
como “indogermanos” o “indoeuropeos”, de los que los “arios” no serían más que
su extrema ramificación oriental, pero a los que se otorgó una pureza y una
preeminencia racial y se les atribuyó un legendario origen nórdico-germano.
Pero el ideal racial no sólo interesó a los científicos, casi siempre cercanos
a los postulados ideológicos y raciales del nazismo, como Kossinna, Penka,
Reche, Lenz, Fischer o Wirth, sino también a grandes pensadores o creadores
alemanes como Herder, Fichte, Hegel, Kant, Sombart, Weber, Schopenhauer,
Nietzsche, Wagner, Spengler, Jünger, Schmitt, Jung o Heidegger. Con estos precedentes
ideológicos, y de la mano de disciplinas auxiliares como la mitología, la
filología, la arqueología y la antropología, los autores racistas, como
Gobineau, Vacher de Lapouge, Woltmann, Chamberlain, Rosenberg, Günther, Clauss
y Darré, construyeron una doctrina “ario-nórdica” que pronto se identificó con
la Alemania nacionalsocialista, pero que llevaba varios siglos fluyendo por las
frágiles aberturas ideológicas del humanismo europeo.
El culto a la raza
aria, en sus versiones germánica o nórdica, que se fue fraguando en Europa
desde principios del siglo XIX, no adquirió en ninguno de los nacionalismos
racistas del continente la orientación biologista y genetista que alcanzó en
Alemania. De la idea de una misión de dominio mundial para la salvación de la
humanidad, a la que el pueblo alemán parecía estar predestinado, se pasó, sin
transición alguna, a la preocupación por la pureza de la sangre germánica, cuya
futura hegemonía universal se encontraba en peligro por los efectos nocivos y
contaminantes de sangres impuras como la judía, la eslava o la latina,
mesianismo racial, sin duda, que sin embargo no traía su causa de un odio o
prejuicio específico, sino de poderosas imágenes colectivas que deformaban las
características físicas y éticas de aquéllos, infrahumanizándolos e, incluso,
demonizándolos, en contraste con la belleza y el honor germánicos, cuando en
realidad se trataba de una maniobra, muy trabajada ideológica y
filosóficamente, de protección de determinados intereses económicos,
territoriales y militares que, finalmente, Hitler supo explotar adecuadamente,
si bien con un fanatismo que, seguramente, no hubieran compartido sus
principales inspiradores ideológicos.
El nacionalsocialismo
dotó de singular forma a esa aspiración de dominio universal a través de la
cuestión racial. La ideología nazi contemplaba la historia, no como una lucha
entre religiones, naciones o clases sociales, sino como una confrontación
mundial entre las distintas razas, de la que tenía inevitablemente que surgir
la victoria final de la “superior” raza nórdica y la esclavización de las
“razas inferiores” o, en caso contrario, la total destrucción y extinción de la
“raza aria creadora”, ya que la selección natural opera discriminadamente
mediante la preservación de los más fuertes.
Pero incluso entre el
pensamiento racial de la aristocracia nazi había notables diferencias que
pueden resumirse en la confluencia de dos corrientes: la primera, y
desafortunadamente más popular, representada por el filósofo oficial del
movimiento nacionalsocialista, Alfred Rosenberg (El mito del siglo XX), así
como por Walter Darré (Sangre y Suelo) y el Dr. Hans Günther (Raciología de
Europa), y ejecutada hasta sus últimas consecuencias por el Reichführer-SS
Heinrich Himmler, e inspiración y simbología puramente nórdicas; la otra, un
frágil europeísmo etnocentrista, más cultural que racial, heredero del
paternalismo colonialista decimonónico, pero descaradamente germanófilo, el
“arianismo histórico-romántico” de Gobineau (Ensayo sobre la desigualdad de las
razas humanas), Wagner y Chamberlain (Los fundamentos del siglo XIX),
patrocinado personalmente por el propio Hitler.
Con todo, la
definición de “ario” en la Alemania nazi siguió siendo tan imprecisa como
premeditadamente vaga era también su concepción en la doctrina de Hitler, que
utilizará el “arianismo” según las circunstancias biopolíticas o geopolíticas
de cada momento en beneficio de su política racial y expansionista. En
principio, la condición de “ario” se predicaba de cualquier alemán que no fuera
judío ni negro, ni de origen africano o asiático, ni tuviera ascendientes de
tales razas hasta la tercera generación. Pero esta circunstancia pudo
aplicarse, en función de los acontecimientos de la política internacional y de
la marcha de la guerra, a todos los europeos que no tuvieran tal ascendencia,
de tal forma que tan “ario” podía ser un alto y rubicundo escandinavo, como un
oscuro y vivaz mediterráneo.
En la teoría, no
obstante, esta imprecisión generalizante que identificaba lo “ario” con lo “europeo”,
aun con distintas jerarquías raciales internas, fue ampliamente superada
cuando, por fin, se asimiló el concepto de “ario” al de “nórdico”. En la
práctica cotidiana de la Alemania nazi, no obstante, la condición de “ario” se
medía, no tanto atendiendo a determinadas características antropológicas de
origen, como al grado en el que una persona podía demostrar su utilidad y
servicio a la comunidad racial alemana, de tal manera que la pretendida pureza
racial –dejando al margen el particular ámbito de las SS- dependía
exclusivamente del capricho de la jerarquía nazi para decidir quiénes podían
ser considerados como arios puros o no. Bastaba con que un alemán clasificado
como “racialmente ario” se comportase como un disidente o manifestase cualquier
duda ante el régimen para que, inmediatamente, fuera considerado como un
“bastardo judaizado”, al menos, desde un punto de vista espiritual e
ideológico.
Sin embargo, el mito
ario no se abandonó nunca. Al fin y al cabo, aquellos pueblos arios,
indogermanos o indoeuropeos, de origen nórdico, que al contacto con las
culturas autóctonas, provocaron –según el discurso nazi- el nacimiento de
grandes civilizaciones en la
India , Persia, Grecia, Roma e, incluso, también en el Egipto
predinástico, China y las misteriosas culturas precolombinas, así como la
mayoría de los Estados europeos medievales surgidos tras las invasiones
germánicas, debían encontrarse presentes, en mayor o menor medida, en la
composición biogenética de todos los pueblos europeos. Y ello había culminado
en la civilización europea occidental exportada a todos los continentes. De
esta forma, la “germanidad” se convertía en el nexo común que unía a todos los
pueblos europeos y, en consecuencia, debían ser los alemanes, los más puros
representantes de los antiguos germanos, los llamados a cumplir la misión de
unificar Europa bajo su dominio racial y espiritual.
Desde luego, las
diversas oleadas migratorias de los germanos se extendieron desde los fiordos
nórdicos hasta el mar mediterráneo y las estepas rusas. Germanos eran los
vándalos que pasaron por la Península Ibérica y ocuparon efímeramente Cartago
en el norte de África, como también lo eran los visigodos y los suevos
instalados en Hispania, los francos y los burgundios que dieron lugar al
Imperio Carolingio, los ostrogodos y los lombardos en Italia, los anglos,
sajones y jutos que invadieron Gran Bretaña y, por supuesto, los alamanes, los
sajones, los turingios, los bávaros y otros pueblos que provocaron el
nacimiento de los países de lengua alemana (Austria y Alemania), o como los
frisones, los holandeses, los daneses, los suecos y los noruegos que se
quedaron cerca de sus lugares de origen. En todos los casos, salvo en el Norte
de Europa –en las regiones escandinava, alemana septentrional y báltica-, donde
formarán el contingente humano mayoritario, los germanos se encontrarán en
franca minoría respecto de las poblaciones autóctonas, inferioridad
cuantitativa que supieron compensar privilegiadamente mediante su constitución
como una aristocracia de sangre, una casta señorial y nobiliaria sólo apta para
el arte de gobernar y hacer la guerra.
Posteriormente, se
produjeron varios episodios de regermanización de Europa: germanos eran los
pueblos nórdicos -conocidos como normandos o vikingos- que volvieron a invadir
las Islas Británicas, ocuparon el noroeste de Francia (Normandía) y colonizaron
Islandia y Groenlandia hasta alcanzar el continente americano; germanos
nórdicos eran también los “rus” que fundaron los primeros Principados rusos,
los que señorearon la isla de Sicilia y los que formaron la guardia “varega” en
Bizancio. Germanos, si bien ahora exclusivamente alemanes, los que bajo el
auspicio del Imperio y el ímpetu expansionista de la Orden de los Caballeros
Teutónicos germanizaron extensas regiones de Hungría, Bohemia, Moravia,
Eslovenia, Rumania, Polonia y los Países Bálticos; germanos prolíficos, sin
duda, que llegaron a constituir la
República de los Alemanes del Volga en la extinta Unión
Soviética. Y, en fin, germanos eran también (mayoritariamente, anglosajones,
escandinavos, holandeses y alemanes) los europeos que colonizaron Norteamérica,
Sudáfrica y Australia.
El común denominador a
todos ellos es bien conocido: el expansionismo militar o colonizador, la
conservación del patrimonio biogenético mediante uniones intrarraciales y el
establecimiento de una jerarquía socio-racial que convertía a los germanos en
una auténtica aristocracia –nobleza de sangre- y a los “inferiores” pueblos
colindantes o cohabitantes –ya fueran amerindios, africanos, semitas o
aborígenes australianos- en víctimas propiciatorias de los desplazamientos, el
sometimiento, la explotación o el exterminio.
Pues bien, volviendo a
aquellos primitivos pueblos arios de una supuesta raza nórdica, observamos su
insistente costumbre para instalarse, como una aristocracia de señores y
guerreros, en las culturas euro-mediterráneas e indo-iranias, sometiendo o
esclavizando a sus pobladores, pero manteniendo una auténtica separación o
segregación racial a fin de preservar sus características étnicas (dorios
espartanos, patricios romanos, brahmanes hindúes, nobles germanos), hasta que
las implacables leyes de la convivencia humana impusieron el mestizaje racial,
la hibridación cultural y, por fin, la inevitable decadencia racial y espiritual
que, según Gobineau, acaba con todas las civilizaciones. Miles de años después,
el movimiento nazi se propuso recuperar la figura nórdica del ario creador,
conquistador, dominador y esclavizador. Y para culminar esa obra, el pueblo
elegido no podía ser otro que el germano, el más puro de los antiguos nórdicos.
Invadirán, en
sucesivas oleadas migratorias, toda Europa, llegando al Mediterráneo y al norte
de África, así como a las actuales Turquía, Armenia, Kurdistán, Irán,
Afganistán, Pakistán, India y la parte occidental de China. Fundarán, en
contacto con las poblaciones autóctonas de origen euromediterráneo y
afroasiático, las grandes civilizaciones que son fundamento del mundo que hoy
conocemos. Son pueblos de guerreros y conquistadores, que practican un tipo de
nomadismo depredador y que dominan el arte y el oficio de la guerra, con sus
armaduras, escudos, espadas y hachas, la montura del caballo y el carro de
combate. Se imponen con facilidad a los pueblos sometidos, pacíficos,
sedentarios y agrícolas que viven, con escasa protección, en valles, llanuras,
estepas y litorales, próximos a los mares, lagos y cauces fluviales sobre los
que giran sus domésticas concepciones de la vida.
La
llegada de estos invasores implica un cambio notable: la sociedad se torna
jerárquica, en cuya cúspide se sitúan los conquistadores, los cuales, durante
mucho tiempo, practican una radical separación –racial, social, cultural,
confesional- con los indígenas, al tiempo que inauguran una organización
trifuncional (señores, guerreros y campesinos o siervos) y un tipo de
asentamiento en forma de ciudades fortificadas que se sitúan en los altos
promontorios naturales. Los testigos de los pueblos sometidos nos han legado
numerosas descripciones de su aspecto físico: altos, fuertes, rubios y de ojos
azules. Descripciones que, salvando las distancias, corresponden al tipo
nórdico actual y que, obviamente, debieron sorprender, por inusuales, a los
periféricos pobladores del entonces mundo civilizado, de pequeña o mediana
estatura y rasgos oscuros. Pero, realmente, ¿de dónde venían esos conquistadores?,
¿quiénes eran?, ¿cómo eran?, ¿cómo fueron idealizados y manipulados por la
ideología oficial de III Reich?
disculpen el libro es anti-racista o por que le pusieron "aburrido"
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