Descripción

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jueves, enero 08, 2015

Sebastian Lorenz - El Mito Indoeuropeo


¡HEMOS VUELTO!

1. ¿Por qué un libro como éste?
El libro sobre “el mito indoeuropeo” pudiera parecer un estudio monográfico especializado, y hubiera podido llegar a serlo, si además de las perseguidas dosis de objetividad e imparcialidad que intentan presidirlo desde el principio hasta el final, el autor, en lugar de haberse resistido al productivo mercantilismo publicitario que usa y abusa de la ahistoricidad, el sensacionalismo y la morbosidad para sus propios fines comerciales y propagandísticos, no se hubiera dejado embriagar por la exhaustividad propia de un novel investigador. Entonces, resulta que este trabajo no es una monografía, sino toda una enciclopedia, reunida en un solo volumen para mayor gloria de los tratadistas. Y es así porque el autor no se ha sometido a la limitación de los tradicionales enfoques unidimensionales, antes al contrario, ha optado por una tratamiento multidisciplinar. El propio título de esta breve nota introductoria nos informa de un tránsito incómodo y forzado del conocido aforismo indoeuropeo, acuñado con fines culturales, «urvolk, urheimat, ursprache» (un pueblo, una patria, una lengua), al temible e imperial «herrenvolk» alemán (pueblo señorial), lo que ya hace prever un interesante cóctel de disciplinas como la historia, la geografía, la antropología, la arqueología, la filosofía, la geopolítica, la biología y la filología, uniformadas todas ellas bajo el prisma de una racionalidad que, no obstante, procura dejar espacio a otras ciencias auxiliares como la mitología, la simbología y la ariosofía, sin por ello quebrantar el rigor intelectual exigido en un proyecto tan ambicioso como inexplorado.
El “problema indoeuropeo” fue realmente una cuestión de identidad estrictamente europeo. Cuando todavía se creía que la luz civilizadora vino de Oriente, aparecieron los “arios” como pueblo originario y primigenio (ariervolk), cuyas posteriores migraciones hacia Occidente habrían colonizado toda Europa. Conforme iba desprestigiándose la creencia en un exótico origen asiático y se abrían paso las más realistas teorías eurocéntricas, en Alemania, poseída por una casi divina predestinación de su misión universal para salvar a la humanidad, se adoptó el nombre de “indogermanos”, uniendo las dos ramificaciones extremas de aquel pueblo misterioso (indoiranios al este, germanos al oeste) que, posteriormente, fundamentándose en las descripciones físicas que los autores clásicos hacían de sus individuos (altos, fuertes, rubios y de ojos azules), confirmadas por las pruebas arqueológicas y antropológicas halladas en Escandinavia, Alemania septentrional y el Báltico, entonces los nazis acuñaron la denominación exclusiva de “nórdicos” …, aprovechando que el Rin pasa por la Germania, como hubiera escrito un Tácito latino ofuscado por la decadencia de los romanos frente a la vitalidad de los bárbaros germanos.
De esta forma, el “mito ario” no fue una invención alemana, sino fruto de la manipulación cultural europea de un problema etnolingüístico para justificar la conquista, el dominio y la explotación de los pueblos asiáticos, africanos y americanos. Y de ahí también que el libro nos recuerde que estamos irremediablemente ante un auténtico “mito europeo”, que comenzó frágilmente su andadura de la mano del darwinismo social para legitimar, entre las clases políticas e intelectuales, el supremacismo blanco cómplice del colonialismo depredador y de las discriminatorias políticas inmigratorias, que hacían del europeo, especialmente de los nórdicos, el “prometeo de la humanidad” (por emplear la conocida expresión hitleriana) frente a los “esclavos de una subhumanidad” luciferina desposeída de la divina evolución. Con todo, el “arianismo” tuvo en sus orígenes unas connotaciones románticas que pretendían enviar un mensaje moralizante sobre la decadencia de la cultura occidental en comparación con el estado puro y virginal de una civilización aria anterior a la historia, pero no prehistórica, sino parahistórica. El germanismo más radical, sin embargo, se apropió del origen ario para proclamar y reivindicar sus derechos al dominio mundial, convirtiendo al pueblo originario, mediante una transmutación biogenética, en la raza nórdica de señores y conquistadores, seleccionados naturalmente para el “arte de gobernar y hacer la guerra”.
Pero realmente, ¿existió un nexo intrahistórico e ideológico común entre Darwin, Schlegel, Gobineau, Chamberlain, Wagner y Hitler? La respuesta debería ser rotundamente negativa. No obstante, la forma en que Hitler –que se consideraba a sí mismo como heredero de la refinada cultura europea de tradición grecorromana frente a la rudeza de las costumbres nórdico-germanas- supo vulgarizar, sintetizándolas, popularizar, ideologizándolas, y finalmente, explotar las constantes vitales de la “arianidad” en aras de sus objetivos “bio-geo-políticos” de expansión territorial, colonización racial y dominación mundial, podría hacernos pensar en la tangibilidad de ese inexorable conductor al que llamamos destino. Algo en lo que no cree el autor, aunque la historia, en ocasiones, esté condenada a repetirse.
2. Resumen del argumento del libro.
Desde la más remota antigüedad, el origen nórdico ha fascinado a la mayoría de los pueblos de estirpe indoeuropea, que han señalado o usurpado el Norte como patria ancestral en su imaginario étnico colectivo. De hecho, la etnografía clásica señalaba la Isla de Skandia, por referencia a un lugar indeterminado entre Escandinavia y el mar Báltico, como “matriz engendradora de pueblos”. Y los germanos no fueron una excepción. Es más, las distintas formaciones étnicas surgidas, con cierta simultaneidad, como reacción ante el derrumbamiento del Imperio Romano, como los godos, los suevos, los vándalos, los francos, los alamanes, los anglos, los sajones, los burgundios o los longobardos, así como, posteriormente, los escandinavos –daneses, suecos, noruegos-, compitieron entre ellos para demostrar su primacía, su pureza racial, haciendo remontar sus linajes a largos árboles genealógicos que se perdían en la tradición escandinava de las leyendas nórdicas. Precisamente, este orgullo genético del origen nórdico constituyó la base fundamental para la formación de unidades etnopolíticas en torno a las élites germánicas que tomaron el relevo civilizador de Roma, imbricándose por todos los rincones del Viejo Continente y provocando el nacimiento del estamento real y nobiliario que regiría los destinos de Europa durante la Edad Media como una auténtica “aristocracia de sangre”.
Se trata de pueblos de origen nórdico, cuya patria originaria se situaría en la región europea comprendida por Alemania septentrional, Escandinavia y los Países Bálticos. Su constitución física no deja lugar a dudas: altos, fuertes, rubios y de ojos azules, el clásico patrón nórdico. Por esta condición no se han mezclado con otros pueblos, o lo han hecho con grupos de la misma familia genética –celtas, eslavos, baltos, itálicos-, conservando la pureza de su raza, incluso cuando entran en contacto bélico o colonizador con otras civilizaciones en busca del espacio vital necesario para asegurar su supervivencia racial. Por último, el racismo innato a los pueblos nórdicos –que a lo largo de la historia será especialmente virulento con los pueblos de color- les lleva a defender su integridad biológica, incluso recurriendo a la violencia y a la guerra, único oficio honorable para una “raza aria de señores y conquistadores”.
Los “mitos de la sangre y el suelo”, de una raza nórdica heredera de la primigenia raza aria, cuya patria originaria se situaba precisamente en el solar ancestral de los germanos, en algún lugar al Norte de Europa, así como la necesidad de conseguir tierras suficientes que asegurasen un espacio vital (lebensraum) para la conservación, desarrollo y predominio de aquella raza nórdica sobre otros pueblos euroasiáticos, especialmente a costa de los eslavos, constituyen los dos axiomas fundamentales de la ideología racial nacionalsocialista: raza y espacio.
Sus manifestaciones más conocidas, la judeofobia (o antijudaísmo) -que señalaba al judío como la antítesis racial y espiritual del superhombre nórdico- y la declaración de guerra al bolchevismo, supuestamente dirigido por una élite hebrea conspiradora y ejecutado por los infrahumanos pueblos, provocaron el desencadenamiento de la II Guerra Mundial: una lucha sin cuartel y sin precedentes de conquista y aniquilación en el Este de Europa, agravada por los desplazamientos masivos de pueblos eslavos, las deportaciones a los campos de concentración, la aniquilación física de las minorías étnicas de origen extraeuropeo –judíos, gitanos- y, finalmente, la colonización y explotación de los recursos territoriales ganados por la fuerza, mediante el asentamiento de “guerreros y campesinos” alemanes bajo unos duros criterios selectivos de “nordización”. Pero detrás de este simplismo, como decimos, subyacía una auténtica ideología racial que pretendía aplicar a los hombres las mismas leyes de selección y supervivencia que rigen la Naturaleza. Y para ello, se adoptaron una serie de medidas enmarcadas en una política biológica global y totalitaria, que iban desde la eugenesia activa a la reproducción selectiva, de la eliminación de los elementos raciales y sociales indeseables a la formación de una élite racial aristocrática encarnada en la Orden de las SS.
El mito ario no es, sin embargo, una invención de Hitler y del Nacionalsocialismo, sino fruto de la manipulación ideológica sobre un problema real de la arqueología y la lingüística en relación con la existencia de las lenguas y pueblos conocidos como “indogermanos” o “indoeuropeos”, de los que los “arios” no serían más que su extrema ramificación oriental, pero a los que se otorgó una pureza y una preeminencia racial y se les atribuyó un legendario origen nórdico-germano. Pero el ideal racial no sólo interesó a los científicos, casi siempre cercanos a los postulados ideológicos y raciales del nazismo, como Kossinna, Penka, Reche, Lenz, Fischer o Wirth, sino también a grandes pensadores o creadores alemanes como Herder, Fichte, Hegel, Kant, Sombart, Weber, Schopenhauer, Nietzsche, Wagner, Spengler, Jünger, Schmitt, Jung o Heidegger. Con estos precedentes ideológicos, y de la mano de disciplinas auxiliares como la mitología, la filología, la arqueología y la antropología, los autores racistas, como Gobineau, Vacher de Lapouge, Woltmann, Chamberlain, Rosenberg, Günther, Clauss y Darré, construyeron una doctrina “ario-nórdica” que pronto se identificó con la Alemania nacionalsocialista, pero que llevaba varios siglos fluyendo por las frágiles aberturas ideológicas del humanismo europeo.
El culto a la raza aria, en sus versiones germánica o nórdica, que se fue fraguando en Europa desde principios del siglo XIX, no adquirió en ninguno de los nacionalismos racistas del continente la orientación biologista y genetista que alcanzó en Alemania. De la idea de una misión de dominio mundial para la salvación de la humanidad, a la que el pueblo alemán parecía estar predestinado, se pasó, sin transición alguna, a la preocupación por la pureza de la sangre germánica, cuya futura hegemonía universal se encontraba en peligro por los efectos nocivos y contaminantes de sangres impuras como la judía, la eslava o la latina, mesianismo racial, sin duda, que sin embargo no traía su causa de un odio o prejuicio específico, sino de poderosas imágenes colectivas que deformaban las características físicas y éticas de aquéllos, infrahumanizándolos e, incluso, demonizándolos, en contraste con la belleza y el honor germánicos, cuando en realidad se trataba de una maniobra, muy trabajada ideológica y filosóficamente, de protección de determinados intereses económicos, territoriales y militares que, finalmente, Hitler supo explotar adecuadamente, si bien con un fanatismo que, seguramente, no hubieran compartido sus principales inspiradores ideológicos.
El nacionalsocialismo dotó de singular forma a esa aspiración de dominio universal a través de la cuestión racial. La ideología nazi contemplaba la historia, no como una lucha entre religiones, naciones o clases sociales, sino como una confrontación mundial entre las distintas razas, de la que tenía inevitablemente que surgir la victoria final de la “superior” raza nórdica y la esclavización de las “razas inferiores” o, en caso contrario, la total destrucción y extinción de la “raza aria creadora”, ya que la selección natural opera discriminadamente mediante la preservación de los más fuertes.
Pero incluso entre el pensamiento racial de la aristocracia nazi había notables diferencias que pueden resumirse en la confluencia de dos corrientes: la primera, y desafortunadamente más popular, representada por el filósofo oficial del movimiento nacionalsocialista, Alfred Rosenberg (El mito del siglo XX), así como por Walter Darré (Sangre y Suelo) y el Dr. Hans Günther (Raciología de Europa), y ejecutada hasta sus últimas consecuencias por el Reichführer-SS Heinrich Himmler, e inspiración y simbología puramente nórdicas; la otra, un frágil europeísmo etnocentrista, más cultural que racial, heredero del paternalismo colonialista decimonónico, pero descaradamente germanófilo, el “arianismo histórico-romántico” de Gobineau (Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas), Wagner y Chamberlain (Los fundamentos del siglo XIX), patrocinado personalmente por el propio Hitler.
Con todo, la definición de “ario” en la Alemania nazi siguió siendo tan imprecisa como premeditadamente vaga era también su concepción en la doctrina de Hitler, que utilizará el “arianismo” según las circunstancias biopolíticas o geopolíticas de cada momento en beneficio de su política racial y expansionista. En principio, la condición de “ario” se predicaba de cualquier alemán que no fuera judío ni negro, ni de origen africano o asiático, ni tuviera ascendientes de tales razas hasta la tercera generación. Pero esta circunstancia pudo aplicarse, en función de los acontecimientos de la política internacional y de la marcha de la guerra, a todos los europeos que no tuvieran tal ascendencia, de tal forma que tan “ario” podía ser un alto y rubicundo escandinavo, como un oscuro y vivaz mediterráneo.
En la teoría, no obstante, esta imprecisión generalizante que identificaba lo “ario” con lo “europeo”, aun con distintas jerarquías raciales internas, fue ampliamente superada cuando, por fin, se asimiló el concepto de “ario” al de “nórdico”. En la práctica cotidiana de la Alemania nazi, no obstante, la condición de “ario” se medía, no tanto atendiendo a determinadas características antropológicas de origen, como al grado en el que una persona podía demostrar su utilidad y servicio a la comunidad racial alemana, de tal manera que la pretendida pureza racial –dejando al margen el particular ámbito de las SS- dependía exclusivamente del capricho de la jerarquía nazi para decidir quiénes podían ser considerados como arios puros o no. Bastaba con que un alemán clasificado como “racialmente ario” se comportase como un disidente o manifestase cualquier duda ante el régimen para que, inmediatamente, fuera considerado como un “bastardo judaizado”, al menos, desde un punto de vista espiritual e ideológico.
Sin embargo, el mito ario no se abandonó nunca. Al fin y al cabo, aquellos pueblos arios, indogermanos o indoeuropeos, de origen nórdico, que al contacto con las culturas autóctonas, provocaron –según el discurso nazi- el nacimiento de grandes civilizaciones en la India, Persia, Grecia, Roma e, incluso, también en el Egipto predinástico, China y las misteriosas culturas precolombinas, así como la mayoría de los Estados europeos medievales surgidos tras las invasiones germánicas, debían encontrarse presentes, en mayor o menor medida, en la composición biogenética de todos los pueblos europeos. Y ello había culminado en la civilización europea occidental exportada a todos los continentes. De esta forma, la “germanidad” se convertía en el nexo común que unía a todos los pueblos europeos y, en consecuencia, debían ser los alemanes, los más puros representantes de los antiguos germanos, los llamados a cumplir la misión de unificar Europa bajo su dominio racial y espiritual.
Desde luego, las diversas oleadas migratorias de los germanos se extendieron desde los fiordos nórdicos hasta el mar mediterráneo y las estepas rusas. Germanos eran los vándalos que pasaron por la Península Ibérica y ocuparon efímeramente Cartago en el norte de África, como también lo eran los visigodos y los suevos instalados en Hispania, los francos y los burgundios que dieron lugar al Imperio Carolingio, los ostrogodos y los lombardos en Italia, los anglos, sajones y jutos que invadieron Gran Bretaña y, por supuesto, los alamanes, los sajones, los turingios, los bávaros y otros pueblos que provocaron el nacimiento de los países de lengua alemana (Austria y Alemania), o como los frisones, los holandeses, los daneses, los suecos y los noruegos que se quedaron cerca de sus lugares de origen. En todos los casos, salvo en el Norte de Europa –en las regiones escandinava, alemana septentrional y báltica-, donde formarán el contingente humano mayoritario, los germanos se encontrarán en franca minoría respecto de las poblaciones autóctonas, inferioridad cuantitativa que supieron compensar privilegiadamente mediante su constitución como una aristocracia de sangre, una casta señorial y nobiliaria sólo apta para el arte de gobernar y hacer la guerra.
Posteriormente, se produjeron varios episodios de regermanización de Europa: germanos eran los pueblos nórdicos -conocidos como normandos o vikingos- que volvieron a invadir las Islas Británicas, ocuparon el noroeste de Francia (Normandía) y colonizaron Islandia y Groenlandia hasta alcanzar el continente americano; germanos nórdicos eran también los “rus” que fundaron los primeros Principados rusos, los que señorearon la isla de Sicilia y los que formaron la guardia “varega” en Bizancio. Germanos, si bien ahora exclusivamente alemanes, los que bajo el auspicio del Imperio y el ímpetu expansionista de la Orden de los Caballeros Teutónicos germanizaron extensas regiones de Hungría, Bohemia, Moravia, Eslovenia, Rumania, Polonia y los Países Bálticos; germanos prolíficos, sin duda, que llegaron a constituir la República de los Alemanes del Volga en la extinta Unión Soviética. Y, en fin, germanos eran también (mayoritariamente, anglosajones, escandinavos, holandeses y alemanes) los europeos que colonizaron Norteamérica, Sudáfrica y Australia.
El común denominador a todos ellos es bien conocido: el expansionismo militar o colonizador, la conservación del patrimonio biogenético mediante uniones intrarraciales y el establecimiento de una jerarquía socio-racial que convertía a los germanos en una auténtica aristocracia –nobleza de sangre- y a los “inferiores” pueblos colindantes o cohabitantes –ya fueran amerindios, africanos, semitas o aborígenes australianos- en víctimas propiciatorias de los desplazamientos, el sometimiento, la explotación o el exterminio.
Pues bien, volviendo a aquellos primitivos pueblos arios de una supuesta raza nórdica, observamos su insistente costumbre para instalarse, como una aristocracia de señores y guerreros, en las culturas euro-mediterráneas e indo-iranias, sometiendo o esclavizando a sus pobladores, pero manteniendo una auténtica separación o segregación racial a fin de preservar sus características étnicas (dorios espartanos, patricios romanos, brahmanes hindúes, nobles germanos), hasta que las implacables leyes de la convivencia humana impusieron el mestizaje racial, la hibridación cultural y, por fin, la inevitable decadencia racial y espiritual que, según Gobineau, acaba con todas las civilizaciones. Miles de años después, el movimiento nazi se propuso recuperar la figura nórdica del ario creador, conquistador, dominador y esclavizador. Y para culminar esa obra, el pueblo elegido no podía ser otro que el germano, el más puro de los antiguos nórdicos.
Invadirán, en sucesivas oleadas migratorias, toda Europa, llegando al Mediterráneo y al norte de África, así como a las actuales Turquía, Armenia, Kurdistán, Irán, Afganistán, Pakistán, India y la parte occidental de China. Fundarán, en contacto con las poblaciones autóctonas de origen euromediterráneo y afroasiático, las grandes civilizaciones que son fundamento del mundo que hoy conocemos. Son pueblos de guerreros y conquistadores, que practican un tipo de nomadismo depredador y que dominan el arte y el oficio de la guerra, con sus armaduras, escudos, espadas y hachas, la montura del caballo y el carro de combate. Se imponen con facilidad a los pueblos sometidos, pacíficos, sedentarios y agrícolas que viven, con escasa protección, en valles, llanuras, estepas y litorales, próximos a los mares, lagos y cauces fluviales sobre los que giran sus domésticas concepciones de la vida.
La llegada de estos invasores implica un cambio notable: la sociedad se torna jerárquica, en cuya cúspide se sitúan los conquistadores, los cuales, durante mucho tiempo, practican una radical separación –racial, social, cultural, confesional- con los indígenas, al tiempo que inauguran una organización trifuncional (señores, guerreros y campesinos o siervos) y un tipo de asentamiento en forma de ciudades fortificadas que se sitúan en los altos promontorios naturales. Los testigos de los pueblos sometidos nos han legado numerosas descripciones de su aspecto físico: altos, fuertes, rubios y de ojos azules. Descripciones que, salvando las distancias, corresponden al tipo nórdico actual y que, obviamente, debieron sorprender, por inusuales, a los periféricos pobladores del entonces mundo civilizado, de pequeña o mediana estatura y rasgos oscuros. Pero, realmente, ¿de dónde venían esos conquistadores?, ¿quiénes eran?, ¿cómo eran?, ¿cómo fueron idealizados y manipulados por la ideología oficial de III Reich?

1 comentario:

  1. disculpen el libro es anti-racista o por que le pusieron "aburrido"

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