Lovecraft y su gato "Nigger". |
GATOS Y PERROS
Habiéndome enterado de la
disputa sobre perros y gatos que está a punto de tener lugar en su club
literario, no puedo evitar contribuir con unos cuantos aullidos y silbidos
tomísticos sobre mi posición en el asunto, aun cuando soy plenamente consciente
de que la palabra de un venerable exmiembro nada tiene que hacer frente a la
brillantez de los muchos miembros actuales que ladrarán desde el lado
contrario. Conociendo mis escasas aptitudes para la argumentación, un valioso
corresponsal me ha proporcionado documentación sobre una disputa similar que ha
tenido lugar en el New York Tribune, en la que el señor Carl Van Doran se puso
de mi lado y el señor Albert Payson Terhune estuvo defendiendo la tribu canina.
De ellos estaré encantado de plagiar tantos datos como necesite, aunque mi amigo,
con una sutileza auténticamente maquiavélica, me ha proporcionado únicamente
una parte de la sección felina, al tiempo que me entregó el dossier perruno al
completo. Sin duda imagina que de ese modo, teniendo en cuenta mi propio sesgo
empático, logra algo parecido a la justicia definitiva; pero para mí es
extremadamente inconveniente, ya que me fuerza a ser más o menos original en
algunas de las partes de las siguientes observaciones.
Entre perros y gatos, mi grado
de preferencia es tan alto que nunca se me ocurriría compararlos. No es que me
disgusten positivamente los perros, no más de lo que me disgustan los monos,
los seres humanos, los vendedores, las vacas, las ovejas o los pterodáctilos;
pero por el gato he sentido siempre un respeto y un afecto especial, desde los
días más tempranos de mi infancia. En su gracia sin tacha y en su superior
autosuficiencia he visto un símbolo de la belleza perfecta y la suave personificación
del universo mismo objetivamente considerado, y en su aire de silencioso
misterio reside para mí todo el secreto y la fascinación de lo desconocido.
El perro apela a emociones
baratas y fáciles; el gato lo hace a las fuentes más profundas de la
imaginación y la percepción cósmica en la mente humana. No es accidental que
los contemplativos egipcios, junto a espíritus poéticos posteriores como los de
Poe, Gautier, Baudelaire y Swinburne, fueran todos adoradores sinceros del
flexible micifuz. Naturalmente, las preferencias de cada uno en materia de
perros y gatos dependen totalmente del temperamento y el punto de vista.
Me da la impresión de que el
perro es el favorito de la gente superficial, sentimental y emocional: gente
que siente más que piensa, que otorga importancia a la humanidad y a las
emociones populares y convencionales de lo simple, y que encuentra el más
grande consuelo en los lazos de adulación y dependencia de la sociedad
gregaria. Tal gente vive en un mundo limitado de imaginación; aceptando
acríticamente los valores del folklore popular, y prefiere siempre que les den
la razón en sus creencias, sentimientos y prejuicios, más que disfrutar del
placer puramente estético y filosófico que surge de la discriminación, la
contemplación y el reconocimiento de la belleza austera y absoluta. Esto no
significa que los elementos más baratos no se encuentren también en el amor
hacia los gatos del amante medio de los gatos, sino simplemente que en el
ailurófilo existe la base del esteticismo puro que el canófilo no posee. El
auténtico amante de los gatos exige un ajuste más claro con el universo que el
que proporcionan las comunes obviedades domésticas, un ajuste que rechaza
tragar la noción sentimental de que todas las personas buenas aman a los
perros, los niños y los caballos, mientras que los malos los aborrecen y son
aborrecidos por ellos. No está dispuesto a establecerse a sí mismo y sus
sentimientos desnudos como medida de los valores universales, o a permitir que
nociones éticas superficiales deformen su juicio. En una palabra, prefiere
admirar y respetar que adorar e idolatrar; y no cae en la falacia de que la
sociabilidad y la amabilidad sin fundamento, o la devoción y la obediencia
esclavizadoras, constituyan algo intrínsicamente admirable o elevado.
Los amantes de los perros
basan toda su argumentación en esas cualidades comunes, serviles y plebeyas, y
juzgan de forma que resulta divertida la inteligencia de una mascota por su
grado de conformidad a sus propios deseos. Los amantes de los gatos evitan esa
ilusión, repudian la idea de que la servidumbre rastrera y la compañía servil
para con el hombre sean méritos supremos, y se mantienen libres para admirar la
independencia aristocrática, el amor propio y la personalidad individual unidas
a la gracia y la belleza extremas, tal y como las ejemplifica el frío, ágil,
cínico e invicto señor de los tejados.
La gente de ideas ordinarias
burgueses respetables sin imaginación, satisfechos con su ronda diaria de cosas
y que suscriben el credo popular de los valores sentimentales— será siempre
amante de los perros. Para ellos nunca habrá nada más importante que ellos
mismos y sus primitivos sentimientos, y nunca dejarán de estimar y glorificar
al compañero animal que mejor los ejemplifica. Tales personas están sumergidas
en el vórtice de idealismo y envilecimiento oriental que arruinó la
civilización clásica en la Edad Oscura, y viven en un mundo desierto de valores
sentimentales abstractos, donde las ilusiones empalagosas de la mansedumbre, la
amabilidad, la hermandad, y la humildad quejumbrosa se magnifican como virtudes
supremas, y toda una ética y una filosofía falsas se levantan sobre las tímidas
reacciones del sistema flexor de músculos. Esta herencia, impuesta irónicamente
sobre nosotros cuando la política romana elevó a la supremacía la fe de una
gente azotada y vencida al final del imperio, ha mantenido de forma natural un
fuerte arraigo en los débiles y sentimentalmente inconscientes, y quizá alcanzó
su culminación en el insípido siglo XIX, cuando la gente acostumbraba a alabar
a los perros “porque son tan humanos” (¡como si la humanidad fuera un criterio
válido de mérito!), y el honrado Edwin Landseer pintó cientos de presumidos
Fidos y Carlos y Rovers con toda su trivialidad, nimiedad y “monería”
antropoide de victorianos eminentes.
Pero entre este caos de servilismo intelectual
y emocional, unas pocas almas libres han mantenido las viejas realidades
civilizadas que el medievalismo eclipsara —la austera lealtad clásica hacia la
verdad, la fuerza y la belleza, que proporciona una mente clara y un espíritu
valeroso al ario occidental lleno de vida, enfrentado a la majestad, hermosura
y frialdad de la Naturaleza—. Esta es la estética y la ética viril de los
músculos extensores —las creencias y preferencias osadas, optimistas,
asertivas, de conquistadores, cazadores, guerreros orgullosos, dominantes,
invictos e intrépidos— y tiene poca utilidad para los engaños y lloriqueos del
fraternal y sensiblero pacificador, y para el pusilánime y el sentimental. La
belleza y la suficiencia —cualidades gemelas del cosmos mismo— son los dioses
de esta clase libre y pagana; para quien adora tales cosas eternas, la virtud
suprema no podrá hallarse en la humildad, el apego, la obediencia y la
confusión emocional. Este tipo de adorador buscará aquello que mejor represente
la hermosura de las estrellas y los mundos y los bosques y los mares y las
puestas de sol, y que mejor exprese la suavidad, el señorío, la exactitud, la
autosuficiencia, la crueldad, la independencia y la impersonalidad desdeñosa y
caprichosa de la Naturaleza que gobierna todas las cosas. Belleza, frialdad,
reserva, reposo filosófico, autosuficiencia, misterio indomado, ¿Dónde más
podemos encontrar estas cosas encarnadas con ni siquiera la mitad de la
perfección y completud que marcan su encarnación en el incomparable gato, que
se desliza suavemente y ejecuta su órbita misteriosa con la inexorable e
implacable certeza de un planeta en el infinito?
Que los campesinos burgueses
sin imaginación aprecian a los perros, pero los gatos llaman la atención del
filósofo, aristócrata, poeta, sensible, quedará claro en cuanto reflexionemos
sobre el asunto de la asociación biológica. La gente plebeya práctica juzga
algo sólo por su tacto, sabor y olor inmediato, mientras que los espíritus más
delicados forman sus estimaciones a partir de las imágenes e ideas relacionadas
que el objeto en cuestión trae a sus mentes. De este modo, cuando consideramos
el asunto de los perros y los gatos, el estólido patán sólo ve dos animales
ante él, y basa su preferencia en su capacidad relativa de conformarse con sus
ideas sensibleras y vagas sobre la ética, la amistad y la servidumbre
lisonjera. Por otra parte, el pensador y caballero considera a cada uno según
sus afiliaciones naturales, y no puede dejar de observar que en las grandes
simetrías de la vida orgánica, los perros están al lado de los descuidados
lobos, zorros, chacales, coyotes, dingos y hienas, mientras que los gatos
caminan orgullosamente junto a los señores de la jungla, y tienen a su alteza
el león, al sinuoso leopardo, al regio tigre y a las elegantes panteras y
jaguares como su familia.
Los perros son los
jeroglíficos de la emoción ciega, la inferioridad, el apego servil y el
gregarismo: los atributos de los hombres ordinarios, estúpidamente apasionados
y subdesarrollados tanto intelectual como imaginativamente. Los gatos son las
runas de la belleza, la invencibilidad, el prodigio, el orgullo, la libertad,
la frialdad, la autosuficiencia y la delicada individualidad: las cualidades de
la clase maestra de hombres, sensible, ilustrada, mentalmente desarrollada,
pagana, cínica, poética, filosófica, desapasionada, reservada, independiente,
nietzscheana, indómita, civilizada.
El perro es al campesino lo
que el gato es al caballero. Podríamos, de hecho, juzgar el tono y el sesgo de
una civilización por su actitud relativa hacia los perros y los gatos. El
Egipto orgulloso donde el faraón era faraón y las pirámides se elevaban en
belleza ante su deseo, que las soñó, se inclinó ante el gato, y se construyeron
templos para su divinidad en Bubastis. En la Roma imperial, el grácil leopardo
adornó la mayor parte de los mejores hogares, reposando su belleza insolente en
el atrio con collar y cadena de oro; mientras que, después del tiempo de los
Antoninos, el gato se importó de Egipto y se apreció como un lujo raro y
costoso. Hasta aquí los pueblos dominantes e ilustrados.
Cuando llegamos, sin embargo,
a la rastrera Edad Media con sus supersticiones y éxtasis y monasticismos y
divagaciones sobre los santos y sus reliquias, encontramos que la hermosura
fría e impersonal de los felinos está en muy baja estima; y contemplamos un
lamentable espectáculo de odio y crueldad hacia estas pequeñas y bellas
criaturas a las que únicamente sus virtudes como ratoneras les otorgaron un
poco de tolerancia por parte de los patanes ignorantes ofendidos por su
frialdad autosuficiente y temerosos de su independencia críptica y esquiva, que
imaginaron relacionada con los poderes oscuros de la brujería.
Estos palurdos esclavos de la
oscuridad oriental no podían tolerar lo que no servía a sus baratas emociones y
endebles propósitos. Deseaban un perro para acariciar y cazar y cobrar y traer,
y no encontraban ninguna utilidad en el presente del gato: belleza eterna
desinteresada para alimento del espíritu.
Es posible imaginar cómo
debieron ofenderse ante la calma magnífica de Pussy, su tranquilidad,
relajación y desdén respecto a los triviales objetivos y preocupaciones
humanas. Si tiras un palo, el perro servil resuella y tropieza para traértelo
de vuelta. Haz lo mismo frente a un gato, y te mirará con aire divertido,
frialdad educada y algo de aburrimiento. Y, del mismo modo que la gente
inferior prefiere al animal inferior que se afana con excitación porque alguien
quiere algo, así las personas superiores respetan al animal superior que vive
su propia vida y sabe que cuando esos extraños bípedos se dedican puerilmente a
lanzar palos, se trata de un asunto que no le incumbe y del que ni se percata.
El perro ladra y suplica y se revuelve para entretenerte cuando haces sonar el
látigo. Eso le gusta al campesino amante de la mansedumbre, que aprecia un
estímulo para su propia importancia. El gato, por otra parte, te “engatusa”
para que juegues con él cuando le apetece que le entretengan; te hace correr
por la habitación con una bola de papel arrastrando de una cuerda cuando tiene
gana de ejercicio, pero rechaza todos tus intentos de hacerle jugar cuando no
está de humor. Eso es personalidad e individualidad y respeto a sí mismo —la
maestría tranquila de un ser cuya vida es suya, y no tuya—, y la persona
superior lo reconoce y aprecia porque también ella es un espíritu libre cuya
posición está afianzada, y cuya única ley es su propia herencia y sentido estético.
En consecuencia, podemos ver que el perro llama la atención de aquellas almas
emocionales primitivas cuyas demandas principales al universo son las de afecto
incondicional, compañerismo desinteresado, y consideración y servilismo
lisonjeros; mientras que el gato reina entre esos espíritus más contemplativos
e imaginativos que lo único que le piden al universo es la visión objetiva de
la belleza intensa y etérea, y la simbolización animada del orden y la
suficiencia suave, implacable, reposada, parsimoniosa e impersonal de la
Naturaleza. El perro da, pero el gato
es.
La gente simple siempre
sobredimensiona el elemento ético en la vida, y es bastante natural que también
lo hagan en el ámbito de las mascotas. En consonancia, oímos muchos dichos
inanes a favor de los perros basados en que son fieles, mientras que los gatos
son traicioneros. Pero ¿qué significa eso exactamente? ¿cuáles son los puntos
de referencia? Ciertamente, el perro tiene tan poca imaginación e
individualidad que no conoce motivo alguno más que los de su amo; pero, ¿qué
mente sofisticada podría percibir una virtud positiva en esa abnegación
estúpida de su instinto? La discriminación debería sin duda alguna dar como
vencedor al superior gato, que tiene demasiada dignidad natural como para aceptar otro esquema de cosas que no sea el
suyo, y que en consecuencia no le importa en absoluto lo que cualquier torpe
humano pueda pensar, desear o esperar de él. No es traidor, porque nunca ha
reconocido ninguna lealtad con nada excepto con sus propios deliberados deseos;
y la traición implica básicamente una separación respecto a algún pacto
explícitamente reconocido. El gato es un
realista, no un hipócrita. Toma lo que le apetece cuando quiere, y no hace
promesas. Nunca permite que esperes de él más de lo que da, y si eliges de
forma estúpida ser lo suficientemente victoriano como para confundir sus
ronroneos y frotamientos de autosatisfacción con señales de un afecto fugaz
hacia ti, la culpa no es suya. No tratará ni por un momento de que creas que quiere
algo más de ti que comida y calor y cobijo y diversión —y, ciertamente, está
justificado para criticar tu desarrollo imaginativo y estético si no reconoces
su gracia, belleza y alegre influencia decorativa un pago suficientemente
abundante para todo lo que le das—. El amante de los gatos no necesita
asombrarse del amor que otros les tienen a los perros (de hecho, puede que él
también posea esa cualidad; porque los perros son a menudo encantadores, y tan
adorables de esa manera suya condescendiente como un viejo y fiel sirviente o
arrendatario a los ojos de su señor), pero no puede evitar asombrarse ante
aquellos que no comparten su amor por los gatos. El gato es un símbolo tan
perfecto de belleza y superioridad que parece prácticamente imposible que un
auténtico esteta y cínico civilizado pueda no adorarlo. Nos denominamos “amos”
de un perro, pero ¿quién osaría decirse “amo” de un gato? Somos propietarios de
un perro: está con nosotros como esclavo e inferior porque así lo queremos.
Pero damos alojamiento a un gato: adorna nuestro hogar como un invitado,
compañero, huésped e igual porque así es su deseo.
No es ningún honor ser el
estúpidamente idolatrado amo de un perro cuyo instinto es idolatrar, pero se
trata de un tributo muy distinto ser elegido como el amigo y confidente de un
gato filosófico que es su propio amo de un modo absoluto y que puede con toda
facilidad elegir otro compañero si encuentra uno más agradable e interesante.
Un signo, creo, de esta gran verdad relativa a la mayor dignidad del gato se ha
filtrado en el saber popular mediante el uso de los nombres “gato” y “perro”
como términos de oprobio. Mientras que “gato” nunca se ha aplicado a ningún tipo
de indeseable más que a la ligeramente rencorosa e inofensivamente maliciosa
mujer cotilla, las palabras “perro” y “canalla” han estado siempre ligadas a
las más graves vilezas, deshonores y degradaciones. En la cristalización de
esta nomenclatura sin duda ha tenido que ver que la mente popular se ha dado
cuenta, de forma débil y medio consciente, de que hay profundidades de vileza
rastrera, quejumbrosa, aduladora y servil que ningún pariente del león y del
leopardo puede nunca alcanzar. El gato
puede caer bajo, pero nunca será domado. Es, como los nórdicos entre los
hombres, uno de esos que o bien gobiernan sus propias vidas o bien mueren.
No tenemos más que observar
analíticamente a los dos animales para ver que los puntos se acumulan a favor
del gato. La belleza, que es probablemente lo único que tiene un significado
básico en todo el cosmos, debe ser nuestro criterio principal; y aquí el gato
supera al perro de un modo tan brillante que toda comparación palidece. Algunos
perros, es cierto, son bellos en un grado muy destacado; pero incluso el nivel
más elevado de belleza canina es muy inferior a la media felina. El gato es
clásico mientras que el perro es gótico, el perro es prosa, el gato es
poesía —en ningún otro lugar del mundo
animal podemos descubrir tal perfección helénica en la forma, con su anatomía
adaptada a la función, como en los felinos—. El minino es un templo dórico —una
columnata jónica— en el total clasicismo de sus armonías estructurales y
decorativas. Y esto es tan verdadero en movimiento como estáticamente, porque
el arte no tiene paralelismo para la gracia mágica del más insignificante
movimiento del gato. El esteticismo puro y perfecto de los perezosos
estiramientos del gatito, sus aplicados lavados de cara, revolcones lúdicos, y
pequeños movimientos involuntarios mientras duerme son algo tan profundo y
vital como la mejor poesía pastoral o género pictórico; mientras que la
exactitud infalible de sus saltos y cabriolas, carreras y cazas, tiene un valor
artístico igualmente alto aunque de un modo más enérgico. Pero es su capacidad
para el ocio y el reposo lo que hace al gato preeminente. El señor Carl Van
Vechten, en “Peter Whiffle”, toma el descanso ilimitado del gato como un modelo
para la filosofía vital, y el profesor William Lyon Phelps ha captado de modo
muy efectivo el secreto de la felinidad cuando dice que el gato no está
simplemente echado, sino que “derrama su cuerpo sobre el suelo como un vaso de
agua”. ¿Qué otra criatura ha combinado de este modo el esteticismo de la
mecánica y la hidráulica? Contrástese esto con el inepto jadeo, resuello,
ajetreo, babeo, arañado y torpeza general del perro medio, con sus falsos e
inútiles movimientos. Y en los detalles de limpieza, el puntilloso gato está
por supuesto a años luz. Siempre es agradable tocar un gato, pero sólo las
personas insensibles pueden dar la bienvenida de modo uniforme a los frenéticos
y húmedos olfateos y pataleos de un polvoriento y quizá no inodoro canino que
salta y se agita y se revuelve en desmañada actividad febril por ninguna otra
razón más que la de que sus centros nerviosos ciegos se han visto espoleados
por algún estímulo sin sentido. Hay un fastidioso exceso de malas maneras en
toda esa furia perruna (la gente de buena familia no nos soba y manosea), y sin
duda encontramos al gato amable y reservado en sus avances, y delicado incluso
cuando se desliza elegantemente en tu regazo con cultivados ronroneos, o salta
caprichoso sobre la mesa en la que estás escribiendo para jugar con tu pluma
con modulados y seriocómicos golpecitos. No me asombra en absoluto que Mahoma,
ese jeque de las buenas maneras, amara a los gatos por su educación y desdeñara
a los perros por su grosería; o que los gatos sean los favoritos en los
educados países latinos, mientras que los perros tomen la delantera en la
Europa Central dura, práctica y bebedora de cerveza. Obsérvese a un gato
comiendo, y luego mírese al perro. El primero se contiene por una delicadeza
inherente e inevitable, y otorga una especie de gracia a uno de los procesos
más carentes de ella. El perro, por el contrario, es totalmente repulsivo en su
bestial e insaciable avidez; actuando de acuerdo con su estirpe salvaje al
devorar vorazmente como un lobo, de la forma más abierta y desvergonzada.
Volviendo a la belleza de
línea: ¿no es significativo que, mientras que muchas razas normales de perros
son notoria y admitidamente feas, ningún felino saludable y bien desarrollado,
de ninguna de las especies, es otra cosa distinta de bello? Hay, por supuesto,
muchos gatos feos; pero se trata siempre de casos individuales de mestizaje,
malnutrición, deformidad, o herida. Ninguna raza de gatos en su condición
natural puede, por mucho que estiremos la imaginación, considerarse ni siquiera
levemente vulgar; un record frente al cual debemos lamentar el deprimente
espectáculo de bulldogs achatados de forma imposible, dachsunds grotescamente
alargados, Airedales horriblemente deformes y peludos, y otros semejantes. Por
supuesto, podría decirse que ningún criterio estético es otra cosa más que
relativo; pero siempre funcionamos con tales criterios como siempre lo hemos
hecho empíricamente, y al comparar gatos y perros bajo la estética de la Europa
occidental no podemos ser injustos con ninguno. Si alguna tribu desconocida del
Tibet encuentra que los Airedales son bellos y los gatos persas feos, no
discutiremos con ellos en su propio territorio; pero por ahora estamos
ocupándonos de nosotros mismos y de nuestro territorio, y aquí el veredicto no
admitiría demasiada duda ni siquiera del más ardiente canófilo. Tal persona
normalmente obvia el problema con una paradoja epigramática, y dice que
“¡Snookums es tan encantador, que es hermoso!” Esta es la inclinación infantil
por lo grotesco y cursi, por lo “mono”, que vemos del mismo modo encarnada en
cómics populares, muñecas monstruosas, y todos los oropeles decorativos
deformes tipo “Billikin” o “Krazy Kat” que se encuentran en los “refugios” y
“rincones acogedores” de la plebe que se cree sofisticada.
En lo que respecta a la
inteligencia, encontramos que los caninitas sostienen afirmaciones divertidas.
Divertidas porque miden de un modo muy ingenuo lo que conciben ser la
inteligencia de un animal por su grado de servidumbre al deseo humano. Un perro
puede traerle al amo la presa cobrada, un gato no lo hará, por lo tanto
(¡sic!), el perro es más inteligente. Los perros pueden recibir entrenamientos
más complejos para el circo o para obras de vodevil que los gatos, por tanto
(¡Oh Zeus, oh Royal Mount!) son cerebralmente superiores. Por supuesto, todo
esto es el más puro sinsentido. Nunca diríamos que un hombre débil de espíritu
es más inteligente que un ciudadano independiente porque podemos hacer que vote
según nuestros deseos mientras que no podemos influir sobre el ciudadano
independiente, y sin embargo incontables personas aplican un argumento
exactamente paralelo al valorar la materia gris de perros y gatos. La
competencia en servilismo es algo que no tiene nunca fin para ningún Thomas o
Tabitha que se precie, y está claro que cualquier estimación realmente efectiva
de la inteligencia canina y felina debe proceder desde una observación cuidadosa
de perros y gatos de un modo independiente — sin la influencia de los seres
humanos—, evaluando cómo formulan objetivos propios y utilizan su propio
equipamiento mental para alcanzarlos. Cuando hacemos esto, llegamos a un
respeto muy saludable por nuestro amigo que ronronea al calor del hogar, y hace
tan poco despliegue de sus deseos y métodos de negocios; porque en cualquier
idea y cálculo muestra una unión de intelecto, deseo, y sentido de la
proporción deliberada y fría como el acero, que pone totalmente en evidencia
las sensiblerías emocionales y los trucos dócilmente adquiridos del “listo” y
“fiel” pointer u ovejero.
Obsérvese a un gato que decide
cruzar una puerta, y véase cuán pacientemente espera su oportunidad, sin perder
nunca de vista su propósito incluso aunque se vea en la obligación de fingir
otros intereses entretanto. Obsérvesele concentrado en la caza, y compárese su
paciencia calculadora y el silencioso estudio del terreno con el forcejeo y
pataleo ruidoso de su rival canino. No vuelve a menudo con las manos vacías.
Sabe lo que quiere, y está determinado a conseguirlo del modo más efectivo,
incluso a costa del sacrificio de tiempo —que, filosóficamente, reconoce como
algo sin importancia en el cosmos sin objetivo—. Nada puede desviar o distraer
su atención; y sabemos que entre los humanos esta es la cualidad de la
tenacidad mental, esa habilidad para seguir un único camino a través de
distracciones complejas que se considera un signo bastante bueno de vigor y
madurez intelectual. Los niños, las viejas arpías, los campesinos y los perros
divagan; los gatos y los filósofos persisten en su empeño. En ingenio, también
el gato atestigua su superioridad. Los perros pueden entrenarse bien para hacer
una sola cosa, pero los psicólogos nos dicen que esas respuestas a una memoria
automática inculcada desde fuera son de poco valor como índices de auténtica
inteligencia. Para juzgar el desarrollo abstracto de un cerebro, enfréntalo a
condiciones nuevas y no familiares para ver cómo su propia fortaleza le permite
alcanzar su objetivo a través del razonamiento puro sin caminos marcados. Aquí
los gatos pueden idear silenciosamente una docena de alternativas misteriosas y
con éxito, mientras que el pobre Fido ladra asombrado preguntándose de qué va todo
eso. Concediendo que Rover el retriever puede tener más opciones de ganarse el
aprecio popular sentimental metiéndose en una casa en llamas para salvar al
niño al modo del cine tradicional, queda el hecho de que el bigotudo y
ronroneador Nig es un organismo biológico más elevado —de algún modo
fisiológica y psicológicamente más cercano al hombre debido a su auténtica
libertad respecto a las órdenes humanas—, y como tal merecedor de un respeto
más elevado por parte de aquellos que juzgan según criterios puramente
filosóficos y estéticos. Podemos respetar a un gato como no podemos respetar a
un perro, sin importar cuál de ellos resulte más atractivo para nuestro simple
capricho de tomarles cariño; y si fuéramos estetas y analistas en lugar de
vulgares amantes y emocionalistas, las escalas deberían inevitablemente
volverse por completo en favor del gato.
Es preciso añadir, no
obstante, que ni siquiera el reservado y suficiente gato está privado de
atractivo sentimental. Una vez que nos libramos de los sesgos éticos incultos
—el prejuicio de “traidor” y “antipático cazador de pájaros”—, encontramos en
el “inofensivo gato” el cúlmen mismo del feliz simbolismo doméstico; y los
gatitos pequeños se convierten en objetos a adorar, idealizar y celebrar con
los más rapsódicos de los dáctilos y anapestos, yámbicos y trocaicos. Yo mismo,
en mi propia madurez senescente, confieso profesar una predilección desmesurada
y en absoluto filosófica por los gatitos pequeños negros como el carbón y de
grandes ojos amarillos, y no puedo pasar al lado de uno sin acariciarlo, del
mismo modo que el Dr. Johnson no podía pasar al lado de una farola sin tocarla.
(1) Asimismo, muchos gatos desarrollan un sentimiento bastante análogo
al cariño recíproco tan exageradamente ensalzado en perros, seres humanos,
caballos y otros. Los gatos llegan a asociar a ciertas personas con actos que
contribuyen a su placer de forma continuada, y adquieren para ellos un
reconocimiento y un apego que se manifiesta en la excitación placentera cuando
se acercan —tanto si llevan comida y bebida como si no— y cierta tristeza en su
ausencia prolongada. Un gato con el que yo tenía una relación muy próxima llegó
al extremo de no aceptar comida si no era de mi mano, e incluso prefería estar
hambriento antes que tocar ni siquiera el más mínimo pedazo proporcionado por
algún amable vecino. También tenía claros y distintos afectos entre el resto de
gatos de aquel hogar idílico, ofreciendo voluntariamente comida a uno de sus
amigos bigotudos, pero peleando de la forma más salvaje la más mínima mirada
que lanzara su negro rival “Snowball” sobre su plato. Si se argumentara que
esos afectos felinos son esencialmente “egoístas” y “prácticos” en su
composición última, déjennos responder preguntando hasta qué punto los afectos
humanos, exceptuando aquellos que surgen directamente del bruto instinto primitivo,
tienen alguna otra base.
Después de que el jurado
evaluador haya obtenido el importe total de cero, seremos más capaces de
abstenernos de censurar ingenuamente al gato “egoísta”.
La superior vida interior
imaginativa del gato, que da como resultado un superior dominio de sí mismo, es
bien conocida. Un perro es un ser lastimero, que depende por completo de la
compañía y se halla totalmente perdido a no ser que se encuentre en una jauría
o al lado de su amo. Déjenle solo y no sabrá qué hacer más que ladrar y aullar
y trotar hasta que se quede dormido de puro agotamiento. Un gato, sin embargo,
nunca se encuentra sin la potencialidad del entretenimiento. Lo mismo que un
hombre superior, sabe cómo estar solo y feliz. Una vez que ha mirado a su
alrededor sin encontrar a nadie que lo entretenga, se dedica a la tarea de
entretenerse a sí mismo; y nadie conoce realmente a los gatos sin haber tenido
la ocasión de observar a hurtadillas a algún alegre y equilibrado gatito que
cree estar solo. Únicamente después de vislumbrar la gracia natural con la que
trata de cazar su rabo y su espontáneo ronroneo es posible comprender
totalmente el encanto de aquellas líneas que Coleridge escribió refiriéndose
más bien a los niños humanos que a los gatitos: ".... un ágil duende, que
canta y baila solo, simplemente." (2) No obstante, podrían
escribirse volúmenes enteros sobre el juego en los gatos, ya que sus variedades
y aspectos estéticos son infinitos. Sea suficiente decir que en tales
pasatiempos los gatos han exhibido rasgos y acciones que los psicólogos
declaran auténticamente motivados por el humor genuino y por la fantasía en su
sentido más puro; de tal modo que la tarea de “hacer reír a un gato” puede no
ser algo tan imposible incluso fuera de las fronteras de Cheshire.
Resumiendo, un perro es un ser
incompleto. Del mismo modo que un hombre inferior, necesita estímulos
emocionales externos y debe establecer algo artificial como un dios o un
motivo. El gato, en cambio, es perfecto en sí mismo. Es un ser real e integrado
porque se cree y se siente como tal, mientras que el perro sólo puede
concebirse a sí mismo en relación con algo distinto. Azota a un perro y te
lamerá la mano. El animal no tiene ninguna idea de sí mismo excepto como una
parte inferior de un organismo del que tú eres la parte superior —no puede
pensar en devolverte los golpes más de lo que uno puede pensar en golpear su
propia cabeza cuando le castiga con un dolor de cabeza—. Pero azota a un gato y
observa cómo te mira amenazante y cómo retrocede bufando con su dignidad y
autoestima ultrajada. Un golpe más y te lo devolverá; porque es un caballero y
un igual, y no aceptará que se infrinja su personalidad y cuerpo de
privilegios. Sólo está en tu casa porque desea estar, o quizá incluso como
ofreciéndote un favor condescendiente. Es la casa, no tú, lo que le gusta;
porque los filósofos se dan cuenta de que los seres humanos no son, como mucho,
más que accesorios menores del paisaje. Da un paso más de la cuenta, y te
dejará de una vez por todas. Te has equivocado en tu relación con él y te crees
su amo, y ningún gato auténtico puede tolerar tamaña violación de las buenas
maneras. En lo sucesivo, buscará otra compañía con mayor capacidad de discernimiento
y una perspectiva más clara. Dejemos a esas personas anémicas que creen en
“poner la otra mejilla” que se consuelen a sí mismas con los perros rastreros;
para el pagano robusto con la sangre de los crepúsculos nórdicos corriendo por
sus venas no hay ningún animal como el gato, intrépido corcel de Freya, que
puede tener la osadía de mirar fijamente a la cara incluso a Thor y Odín, con
sus grandes y redondos ojos transparentes, amarillos o verdes.
En estas observaciones creo
que he delineado con bastante amplitud las diversas razones por las cuales, en
mi opinión y usando el ingenioso y oportuno título de Mr. Van Doren: “los
caballeros prefieren a los gatos”. La respuesta de Mr. Terhune en un número
posterior del Tribune me parece desafortunada, en el sentido de que se trata
más de una refutación de hechos que de una simple afirmación personal de la
militancia del autor en esa convencional mayoría “muy humana” que se toma el
afecto y la compañía en serio, que disfrutan siendo importantes para algo vivo,
que odian a los “parásitos” sobre una base meramente ética sin consultar el
derecho de la belleza a existir por sí misma, y por tanto aman al amigo más
noble y más fiel del hombre, el perenne perro. Supongo que Mr. Terhune ama
también a los caballos y a los niños, porque los tres suelen ir
convencionalmente juntos en el credo del gran 100% como los afectos esenciales
de cualquier hombre bueno y amable que se precie, de los hombres de “cuello
Arrow” y de la escuela de héroes de Harold Bell Wright, incluso aunque los
coches y Margaret Sanger hayan hecho mucho para reducir estos dos últimos
elementos.
Los perros, entonces, son
campesinos y las mascotas de los campesinos, los gatos son caballeros y las
mascotas de los caballeros. El perro es para quien coloca el sentimiento crudo
y la ética y el humanocentrismo más rancio sobre la belleza austera y
desinteresada, que simplemente adora “al pueblo y lo popular”, y no le importa
la torpeza descuidada en caso de que haya alguien que realmente se preocupe de
él. El tipo al que no le interesa
demasiado la intelectualidad, pero que siempre hace lo que debe, que no
encuentra a menudo el Saddypost o el N.Y. World demasiado profundos para él;
que no se siente atraído por Valentino, pero piensa que Doug Fairbanks está bien
para entretenerse una tarde. Saludable, constructivo, optimista, cívico,
doméstico (he olvidado mencionar la radio), normal..., esa es la clase de
persona emprendedora a la que deben gustar los perros.
El gato es para el aristócrata
(bien sea de nacimiento, de inclinación o ambas cosas) que admira a sus pares
de la aristocracia. Es para el hombre que aprecia la belleza como única fuerza
viva en un universo ciego y sin propósito, y que adora esa belleza en todas sus
formas independientemente de las ilusiones sentimentales y éticas del momento.
Para el hombre que conoce la superficialidad del sentimiento y la vaciedad de
los objetos y aspiraciones humanas, y que por tanto se aferra únicamente a lo
que es real — como la belleza es real porque pretende un significado más allá
de la emoción que suscita y que es—. Para el hombre que se siente suficiente en
el cosmos, y no pide escrúpulos de prejuicio convencional, pero ama el reposo y
la fuerza y la libertad y el lujo y la suficiencia y la contemplación; que siendo
un alma fuerte y sin miedo desea algo que respetar más que algo que lama su
cara y acepte que alterne golpes y caricias; que busca un par orgulloso y bello
en la nobleza igualitaria del individualismo más que un acobardado y servil
satélite en la jerarquía del miedo, la servidumbre y la delegación. El gato no
es para el trabajadorcillo activo y engreído que cree tener una misión, sino
para el poeta ilustrado y soñador que sabe que el mundo no contiene nada que
merezca la pena hacerse. El diletante, el connoisseur, el decadente, si quieren
llamarlo así, aunque en una época más sana que esta hubo cosas que estos
hombres podían hacer, de tal modo que fueron los planificadores y líderes de
aquellos gloriosos tiempos paganos. El gato es para quien hace las cosas no por
el deber sin más, sino por poder, placer, esplendor, romance y glamour: para el
arpista que canta solo en la noche de viejas batallas, o el guerrero que sale a
luchar en esas batallas por belleza, gloria, fama y el esplendor de una tierra
sobre la que no cae ninguna sombra de debilidad. Para aquel que no se alivia
con tonterías de prosa y utilidad, sino que para estar cómodo pide la
tranquilidad y la belleza y el dominio y la cultura que hacen que el esfuerzo
merezca la pena. Para el hombre que sabe que jugar, no trabajar, y el ocio, no
el ajetreo, son las cosas grandes de la vida; y para quien el círculo vicioso
del esfuerzo únicamente para poder esforzarse más aún es una amarga ironía que
el alma civilizada acepta en su mínima expresión posible.
Belleza, suficiencia,
tranquilidad y buenas maneras —¿qué más puede requerir la civilización?—. Y
todo eso lo tenemos en el divino monarca que descansa gloriosamente en su cojín
de seda frente al fuego del hogar. Hermosura y alegría por sí mismas, orgullo y
armonía y coordinación, espíritu, sosiego y perfección, todo está presente en
el gato, y no se precisa más que una comprensiva desilusión para su completa
adoración. ¿Qué alma completamente civilizada no haría sino servir a un
sacerdote tan elevado de Bast? La estrella del gato, creo, está ahora en
ascendiente, mientras emergemos poco a poco de los sueños de la ética y la
conformidad que nublaron el siglo XIX y elevaron al carroñero y desagradable
perro a la cima del aprecio sentimental. Aún no es posible decir si un
renacimiento del poder y la belleza restaurará nuestra civilización occidental,
o si las fuerzas de la desintegración son ya demasiado poderosas como para que
alguna mano las detenga, pero en el momento presente de desenmascaramiento
cínico del mundo, entre la pretensión de los dieciochescos y el misterio
siniestro de las décadas por venir, podemos al menos vislumbrar un destello de
la antigua perspectiva y de la vieja claridad y honestidad paganas. Y un ídolo
alumbrado por ese destello, que aparece justo y bello sobre un trono soñado de
seda y oro bajo una cúpula criselefantina, es una forma de gracia inmortal que
no siempre ve reconocidos sus méritos entre los inútiles mortales: el elevado,
el invicto, el misterioso, el lujurioso, el babilonio, el impersonal, el eterno
compañero de la superioridad y el arte; el prototipo de belleza perfecta y el
hermano de la poesía; el suave, solemne, flexible y patricio gato.
H.
P. Lovecraft (1926)
1
El conocido escritor y lexicógrafo inglés Samuel Johnson (1709-1784) sufrió un
trastorno obsesivo-compulsivo que le impulsaba, entre otras excentricidades, a
tocar cada farola que se encontraba en su camino [N. de la T.].
2
Samuel T. Coleridge (1816), Christabel (conclusión de la parte II) [Nota de la
T.].
Publicado en Something About Cats
and Other Pieces. Arkham
House, 1949.
Genial!!!! En qué libro o selección de obras de Lovecraft se encuentra este relato, lo quiero comprar, tengo las obras completas pero no figura este relato sobre los adorables gatos!!! Alguien puede ayudarme? Alberto Bassi de la plata, celu: 2215075228, mail: albertobassi@way.com.ar Muchas gracias!!!
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