En una obra sobre la historia de la Brujería, aparecida recientemente, se podía leer: “Los dioses han muerto, pero los talismanes han permanecido. Han sobrevivido a todas las formas de incredulidad y, por ello, han demostrado que su vitalidad es eterna. Aquel que en la velocidad de su auto o de su avión cree que marcha hacia la muerte como ante un negro abismo en el que será absorbido y perderá así cualquier retazo de su personalidad, cuelga un muñeco en su vehículo, tal como los patriarcas de Israel o de Asur colgaban los téraphim en las pieles de sus tiendas… la humanidad muestra así su debilidad, y el talismán su fuerza, y la virtud oculta de este último se manifiesta en el hecho de que los hombres no han podido liberarse de él.” [1]
Extraño destino, en efecto, el de estos pequeños objetos, estos signos, estas fórmulas, estas palabras sagradas, estas piedras gravadas que cruzan las edades, conservando un poder misterioso que resiste a las excomuniones religiosas y a las burlas de la incredulidad…
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