En 1945, los
partidos comunistas llegaron a alcanzar el treinta por ciento del voto en las
naciones europeas, con unos regímenes débiles y unas economías empobrecidas.
Así que tras la guerra de 1939 y el “aplastamiento” alemán en el frente del
Este, no había motivo para no creer en la lucha de clases y el materialismo
dialéctico, en la sociedad sin clases y el paraíso proletario. Pero las
predicciones marxistas pronto se agotaron, y con ellas agotaron el éxito
comunista. Poco a poco el mundo asistió al fin de las ideologías proclamado a
mediados de los cincuenta; el bienestar económico, la progresiva mejora de las
condiciones de vida de la clase trabajadora, la pérdida de peso del sector
industrial, dejaron a la intelectualidad marxista sin coartada, y a los
partidos comunistas sin fieles.
La
transformación del marxismo
En los años
sesenta, el marxismo se convirtió en moda intelectual a las orillas del Sena;
ni Merleau-Ponty ni Althuser ni Sartre parecieron interesados tanto en Marx
como en adornar sus propias creaciones con una ideología tan criminal como
inútil. Convirtieron los soviets en tertulias de café, las barricadas fueron
sustituidas por Les Temps Modernes. Mayo de 1968 no fue sino la bufonada
criminal que acabó con cualquier vestigio marxista a éste lado de la línea
Oder-Neisse. Mientras Sartre arengaba a unos trabajadores que ignoraban de qué
se les hablaba, el verdadero marxismo, a fuerza de realista, despreciaba desde
Moscú a la decadente Europa.
El
postmodernismo se llevó por delante, no sólo la razón práctica o clásica y la
razón ilustrada moderna; dentro de ésta, acabó con el poderoso aparato
conceptual marxista, convertido cada vez más en moda filosófica en las
Universidades. Sus rescatadores no lo hicieron mejor; ni Althuser ni Marcuse ni
Sartre aportaron nada al marxismo. Pero a cambio, si bien entonces la izquierda
europea se mostró escasamente rigurosa con los padres fundadores, sí ocurrió un
hecho para Gottfried fundamental: los años sesenta marcan para el autor la
fecha en que el marxismo declara la guerra intelectual y cultural a Estados
Unidos. Es el caso de Wallerstein, pero también de la Escuela de Frankfurt, y su
denuncia de la alienación cultural, del cientificismo, del positivismo, de la
rigidez social. La opresión económica daba paso a la cultural y estética, a un
modo de dominación más sutil pero más poderoso; el de los modos de vida. Desde
entonces, no es la lucha de clases, sino la batalla cultural, la que libra la
lucha de los desheredados de la tierra.
Pero para
escándalo de pacifistas españoles, la primera influencia norteamericana sobre
Europa es la que afecta a la propia izquierda; vía años sesenta, las
principales ideas que se impondrán progresivamente en Europa tras la guerra
fría (prioridad para las minorías, apología del sexualismo, elitismo gay,
inmigración ilegal) cruzaron el Atlántico desde América a Europa y no al revés.
Fue en Los Ángeles o Nueva York donde el odio antioccidental se adelantó a la
orgullosa izquierda europea, culturalmente a rebufo de la norteamericana:
“contra la opinión de que las fiebres ideológicas se mueven a través del
Atlántico solamente en dirección al oeste, es posible que lo más cercano a la
verdad sea precisamente lo opuesto” (p. 27).
Una realidad
inventada
El desprecio
tradicional marxista-leninista por las minorías, el maltrato clasista al
proletariado sólo fue comparable al sexismo de los partidos comunistas y las
persecuciones salvajes a los homosexuales. En La Habana, Moscú o Tirana, el
único lugar posible para los homosexuales es, o la cárcel o el sanatorio. Eso
importa poco a sus herederos de hoy, y su “tendencia a inventar realidades
improvisadas en defensa de un hábito de pensamiento que resulta conveniente”
(p. 81).
Invención de
realidades: en España, el Frente de la Paz clama por recuperar la memoria
histórica, pero evita su propio pasado. La izquierda continental europea del
siglo XX se divide en dos grupos: los que cometieron crímenes horrendos y los
que los ocultaron, los disculparon o los defendieron. El Gulag y las chekas, no
son ni accidentes históricos ni anomalías humanas; son la consecuencia lógica
de una ideología que promete edificar un nuevo hombre sobre las cenizas de
éste. Nunca jamás nadie ha asesinado como el socialismo real; nunca nadie ha
renunciado jamás a su pasado como el mismo socialismo.
Curiosamente,
la izquierda comunista tiene hoy menos peso que nunca; pero vive cómodamente
instalada en coaliciones progresistas desde las que parasita a una izquierda
moderada encantada de ser parasitada (p.15). En Francia, Italia o España, la
minoría bolchevique, en virtud de la aritmética electoral, condiciona la vida
política. Y es que para Gottfried, lo que caracteriza a la izquierda
postmarxista no es el rechazo del marxismo-leninismo por sus fieles, sino la
indiferencia y la comprensión de la izquierda “moderada” hacia sus crímenes. Es
decir; ha sido el socialismo no marxista el que ha hecho suya la historiografía
bolchevique, recorriendo ella el camino en sentido inverso.
Lejos de
revisarse a si misma, la izquierda europea alza furiosa el puño antifascista;
España lo ha visto durante las últimas fechas. El término fascista, como ha
recordado Pablo Kleimann, se repite cada día con machacona insistencia. No
sólo en Madrid, Paris o Roma, sino también en Estados Unidos. Pero el fascismo
es en España inexistente, y en Europa inapreciable. Las propuestas de Le Pen,
no por repulsivas son, por ello, fascistas. En vano encontrará el europeo de
hoy el rastro de Mussolini como no sea en grupúsculos ultras italianos o la
izquierda republicana catalana.
¿Por qué
“fascismo”? Por “fascismo”, la “izquierda postmarxista” entiende la defensa de
controles a la inmigración, la defensa del derecho de los cristianos a proponer
en público sus principios, la exigencia del cumplimiento de la ley. El fascismo
es, para este progresismo, la civilización occidental, la Iglesia, el libre
mercado; el hombre blanco que no está dispuesto a avergonzarse de serlo, es,
inequívocamente, fascista, lo mismo que el católico o el empresario.
¿Una
nueva religión?
El autor
identifica éste fenómeno como característico de una nueva religión, que sin
embargo no es tan nueva: “La izquierda postmarxista representa una religión
política diferenciada. Por lo tanto, debería considerarse como un supuesto
sucesor del sistema de creencias tradicional, parasitario de los símbolos
judeocristianos pero equipado con sus propios mitos transformacionales” (p.
164). La izquierda contemporánea es marxista de manera residual, pero
identifica un bien y un mal absolutos, así como un proceso de liberación de la
humanidad; el bien de la sociedad sin clases y el proletariado mundial ha sido
sustituido por la era de la democracia universal, tal y como el progresista
Fukuyama sigue defendiendo. En esto, afirma el autor, no se diferencia del
neoconservadurismo; si acaso, en el sujeto de la mundialización democrática.
En cuanto
religión intolerante, el postmarxismo no deja lugar a la disidencia: “en sus
tendencias antiburguesas, poscristianas y transposicionales, y en su
intolerancia hacia cualquier espacio social al cual no tengan acceso, las
nuevas y antiguas formas de la religión política poseen una mutua semejanza que
bien vale la pena explorar” (p.43). Ahora, si esto es así, entonces más allá de
la izquierda postmarxista quedan sólo dos opciones; unirse a ella o combatirla.
Es aquí donde el libro de Gottfried estalla ante el conservador o el liberal
europeo; ¿combate realmente la derecha europea la tarea de destrucción
sistemática de la cultura y la moral occidental? ¿Existe un contrapeso
ideológico a la izquierda postmarxista capaz de detener la corrupción del
continente europeo?
Lo inquietante
para el lector español de la obra de Gottfried es la constatación de que la
derecha política ha hecho suyos los dogmas de la izquierda postmarxista, y
acompaña con mansedumbre los dogmas progresistas: ¿Puede afirmarse, en la
España de 2007, ante las vitales elecciones de marzo de 2008, la existencia de
un proyecto político que, en lo fundamental, se oponga al proyecto
postmarxista? Cuando el Partido Popular elude combatir la apología del sexo
salvaje, disimula ante la desnaturalización de la familia, asiste impávido al
acoso al cristianismo, y apoya o permite la aculturación occidental, entonces
es que la metástasis progresista se ha extendido más allá de los ingenieros de
almas, y afecta a su supuesto contrapeso, rendido ante las acusaciones de
“extrema derecha” o “derecha extrema”.
¡Sorpresa! La
metástasis de la izquierda postmarxista afecta también a la derecha; ¿existe
solución, cuando “los que han ejercido el control político de la sociedad y han
trabajado en armonía con los educadores y los agentes de los medios de
comunicación, han alterado la moralidad social y, lo que es aún más relevante,
han logrado imponerse en todas partes” (p. 193)? En el proyecto actual, los
grandes partidos de la derecha europea no parecen diferenciarse de los grandes
partidos de la izquierda. Como bien afirma Gottfried, no es en el bienestar
económico donde se apoya la estabilidad social occidental. Es la cultura; es la
moral a la que la derecha ha renunciado. Por lo tanto, “a no ser que una élite
creciente o dominante lidere una campaña contra la agenda multicultural, es
difícil visualizar la forma de lograr ese objetivo” (p. 194). Y en tanto el
mundo político conservador permanece impasible y a expensas del progresismo, la
metástasis se extiende. Y
en España, rápidamente.
Oscar Elía Mañú
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